Por Darwin Feliz Matos
La creencia de que «desde el poder se gana como quiera y con quien sea» ha impulsado a muchos funcionarios y dirigentes oficialistas a una carrera anticipada hacia las próximas elecciones. Sin embargo, varios de estos aspirantes no han renovado sus compromisos con las bases ni con la dirigencia media del partido, buscando el favor popular solo con promesas futuras, ignorando la empatía que exige el liderazgo político.
Este sector del electorado, aunque silente, espera el momento de «pasar factura» por los esfuerzos y sacrificios realizados en tiempos de oposición. La asistencia a las reuniones de estos aspirantes a menudo responde a la esperanza de que se salde una deuda histórica, una que el cambio de partido no ha cubierto, pues el modelo de gobierno actual, en muchos aspectos, repite los vicios de la vieja política.
Uno de los principales cuestionamientos hacia varios funcionarios es su falta de accesibilidad y sensibilidad. Se han vuelto figuras inalcanzables, ignorando llamadas y mensajes, y repitiendo las mismas promesas hechas desde la oposición: “cuando lleguemos, cambiaré tu vida, tendrás tu casa, mejorarán tus ingresos y tu futuro”. Promesas que, con el poder en sus manos, aún no se han materializado.
Muchos de ellos viven en una burbuja, desconectados de la realidad de las bases. Creen que el pueblo aún se rige por el ingenuo intercambio de «oro por espejitos», sin comprender que el electorado ha madurado políticamente y ahora exige hechos concretos, no ilusiones recicladas.
Sería prudente que estos aspirantes reconozcan y se acerquen a aquellos «compañeritos» que, durante años, se entregaron a la causa partidaria, enfrentando estructuras fácticas y sacrificando su estabilidad económica, salud y esperanza. Muchos de ellos hoy viven la frustración y la decepción, arrastrando enfermedades, pobreza y un profundo sentimiento de abandono. Ahora, tras cinco años de gestión, se les pide que vuelvan a creer, aferrándose a la esperanza de un liderazgo renovado, no a quienes buscan perpetuar un modelo de poder divorciado de las bases.
Peor aún, hay quienes, desde cargos institucionales, presionan a sus colaboradores para que apoyen sus aspiraciones, con la amenaza velada de degradación. Esta práctica inadmisible socava la democracia interna y genera un clima de temor y desmotivación, ante la mirada indiferente de autoridades institucionales que preferían evadir el conflicto antes que corregir el rumbo.
Afortunadamente, el presidente Luis Abinader atendió con seriedad esta situación y ordenó suspender la campaña prematura. El mandatario comprende que el éxito de su gestión no depende solo de indicadores macroeconómicos, sino también de la confianza y el respaldo de esas bases que lo llevaron al poder.
Es momento de reconocer que la «zapata» del partido no puede seguir siendo ignorada. Solo renovando los vínculos con la dirigencia media y con el pueblo se podrá construir un futuro sostenible para el proyecto político oficialista.
En un contexto donde la imagen a menudo suplanta la acción, una peligrosa tendencia se ha hecho evidente entre ciertos funcionarios gubernamentales, legislativos y, especialmente, municipales: la falsa creencia de que una presencia activa en redes sociales equivale a liderazgo real, y que unos cuantos “likes” bastan para asegurar la reelección.
Estos servidores públicos confunden popularidad digital con gestión efectiva. Subestiman el desgaste del poder, ignoran el juicio crítico de las bases y menosprecian el peso de la realidad comunitaria, que no se edita ni se filtra como una historia de Instagram. Tarde o temprano deberán enfrentar el veredicto inapelable de una ciudadanía cada vez más consciente y exigente, que no vota por tendencias, sino por resultados palpables.
El liderazgo no se construye con hashtags; se consolida con compromiso, cercanía y cumplimiento. Quienes crean que el algoritmo los mantendrá en el poder están condenados a estrellarse con una verdad que no cabe en ningún feed: la legitimidad se gana en la calle, no en la pantalla.