Desde la Costa | Henry M. Domínguez
A veces, los líderes no caen por debilidad ni por falta de visión, sino por ingenuidad. Por no saber distinguir entre una alianza estratégica y una absorción silenciosa. En el afán de avanzar rápido, de no quedarse fuera de las decisiones importantes, muchos terminan siendo utilizados como instrumentos dentro de agendas que no controlan. Confunden respaldo con respeto y entregan su autonomía a cambio de un falso sentido de pertenencia a algo “más grande”.
Esta dinámica se repite más de lo que se admite, tanto en el mundo empresarial como en el entorno político. Líderes bien intencionados aceptan condiciones, financiamientos, cargos o alineamientos con grupos que se presentan como aliados, pero que en realidad solo buscan usar su capital simbólico o estructura operativa para empujar sus propios intereses.
Una vez esa agenda ajena se cumple —o fracasa—, el líder queda expuesto, debilitado o incluso liquidado políticamente. Su legitimidad se agota, su narrativa se vuelve inconsistente y su utilidad se extingue.
Nokia: cuando la alianza fue una entrega

Uno de los ejemplos más ilustrativos de este error fue lo ocurrido con Nokia. En su momento, líder mundial del mercado móvil, la empresa buscó reposicionarse en 2011 aliándose con Microsoft. A primera vista, la unión parecía estratégica: dos gigantes que podían complementarse.
Pero la balanza nunca estuvo equilibrada. Stephen Elop, ejecutivo de Microsoft, fue nombrado CEO de Nokia y desde dentro redirigió la estrategia hacia la integración total con Windows Phone, abandonando el desarrollo propio de software. La decisión convirtió a Nokia en un satélite de otra empresa, y no en un socio competitivo.
El desenlace fue desastroso: la empresa perdió cuota de mercado, identidad y valor, hasta ser adquirida en 2014 por Microsoft a una fracción de lo que alguna vez valió. No fue una fusión de visiones. Fue una cesión de soberanía operativa y tecnológica. El error no fue técnico. Fue de liderazgo.
Política y poder externo: la misma lógica
En la política, este fenómeno es aún más evidente. Líderes locales terminan actuando como fichas funcionales dentro de tableros mucho más grandes, movidos por gobiernos extranjeros, organismos multilaterales, grupos económicos o alianzas partidarias que imponen dirección bajo la apariencia de colaboración.
Aquí, lo peligroso no es aliarse, sino hacerlo sin claridad ni límites definidos. Un acuerdo sin equilibrio de poder, sin capacidad de negociación real, termina siendo una trampa para quien lo firma creyendo que está sumando fuerza, cuando en realidad está cediendo independencia.
Liderar no es obedecer
El liderazgo responsable no teme las alianzas, pero entra en ellas con ojos abiertos y condiciones claras. Cuando una relación desequilibrada se disfraza de acuerdo estratégico, el líder deja de ser actor de transformación para convertirse en moneda de cambio. Y lo más trágico es que muchas veces ni siquiera se da cuenta… hasta que ya es demasiado tarde.