Por Osvaldo Reyes
Después de días de silencio —que muchos interpretaron como debilidad, otros como prudencia— Faride Raful finalmente habló. No lo hizo como ministra de Interior y Policía, sino como mujer, madre, ciudadana y política harta del lodazal en el que se ha convertido parte del debate público dominicano.
Y habló fuerte. Porque a veces no basta con explicar o defenderse: hay que poner límites.
Lo que está pasando con Faride no es un caso aislado. Es la misma maquinaria que ya hemos visto contra otras figuras que se atreven a pensar por sí mismas o no se alinean con intereses oscuros. Campañas sucias, ataques anónimos, portales que funcionan más como cloacas digitales que como medios de comunicación, y una audiencia que muchas veces, sin querer, amplifica el daño por morbo o descuido.
Pero esta vez la historia podría ser distinta.
Porque Faride ha dicho basta. Y lo ha dicho con la dignidad de quien sabe que callarse es ceder terreno a la mentira. Ha anunciado que llevará su caso hasta las últimas consecuencias. No por venganza, sino porque alguien tiene que trazar una línea. Porque si seguimos permitiendo que cualquiera diga lo que quiera, sin pruebas ni responsabilidad, el precio no lo paga solo quien recibe el golpe. Lo pagamos todos. Con miedo, con desconfianza, con cinismo.
Muchos optan por no denunciar. Porque creen que “eso se queda así”, que la justicia no funciona, que es mejor evitarse el estrés. Y ese pensamiento es parte del problema. Esa resignación silenciosa es la que permite que las mafias de la desinformación se salgan con la suya, una y otra vez.
Por eso lo de Faride no es solo personal. Es político, es simbólico, y es urgente.
Aquí nadie está pidiendo inmunidad para los funcionarios públicos. Tienen que rendir cuentas, claro que sí. Pero una cosa es la crítica legítima y otra muy distinta es la difamación cobarde que busca destruir reputaciones por placer o por encargo. Y lo que están haciendo con ella tiene nombre: violencia mediática.
Ojalá este caso no se archive en el olvido ni termine con un “ay, perdón, me equivoqué”. Porque las disculpas no borran el daño. Y porque este país necesita aprender que la libertad de expresión no es sinónimo de libertinaje difamador.
Que hable la justicia, pero también que hable la sociedad. Y que se sepa: quien se mete en la política con la frente en alto no tiene por qué soportar que lo arrastren por el suelo.