Un tablón en el piso con la marca «MF 011-5» en rojo le recuerda a Leocadio Guzmán dónde se erigía su vieja casa, derribada para abrir camino al muro que República Dominicana levanta en la frontera con Haití.
La misma suerte tuvieron otras ruinosas viviendas de madera, bloques de cemento y láminas de latón en La Mara, una pequeña comunidad de caminerías de tierra en la provincia de Dajabón (noroeste): los vecinos suponen que el MF pintado con spray por militares se refiere a «muro fronterizo», acompañado por un código numérico.
Unos tres meses después de haber sido marcadas, excavadoras se llevaron las casas por delante.
«Cuando entraron los militares, estaba trabajando. Volví (a la comunidad) y encontré la casa marcada», dice a la AFP Leocadio Guzmán, de 41 años, frente a la vivienda de madera a la que se trasladó a contrarreloj con su esposa embarazada.
Unas 30 familias fueron desalojadas en los sectores populares de La Mara y La Bomba, en Dajabón. Otras 48 parecen tener el mismo destino en la vecina provincia de Monte Cristi. Ya sus casas están marcadas.
El gobierno dominicano declaró esas propiedades de utilidad pública para construir la verja fronteriza y las demoliciones comenzaron en noviembre.
Es un proyecto bandera del presidente Luis Abinader, quien ha endurecido la política con respecto a Haití, un vecino difícil con el que Dominicana mantiene una agria relación cargada de xenofobia.
El mandatario multiplicó las deportaciones (171.000 en 2022 frente a 85.000 un año antes) y comenzó la construcción del muro el año pasado. Cubrirá en total 160 de los 380 km de frontera entre ambos países que comparten la isla La Española.
En La Mara, bajo un sol intenso, obreros con palas rellenan una zanja donde se levanta la barrera.
«A la buena de Dios»
El ministerio de Defensa, responsable de la obra, anunció en noviembre pasado el pago de 79 millones de pesos (1,4 millones de dólares al cambio actual) en indemnizaciones por estas expropiaciones en Dajabón y Monte Cristi, que incluyen tierras de ganaderos.
Pero entre los desplazados, una queja se repite: la compensación se queda corta.
«El dinero que me dieron no es suficiente para volver a tener una casa», cuenta a la AFP Lidna Dorfinis, una haitiana de 38 años residente de La Mara, con su hija de un año en brazos.
«Las autoridades no han dado apoyo (más allá de la indemnización) y ahora vivo a la buena de Dios», agrega Lidna Dorfinis en creole -lengua de Haití derivada del francés-, según la traducción de una activista.
Le pagaron 250.000 pesos, unos 4.500 dólares, que apenas alcanzan para un terreno. Sin recursos para comprar material de construcción, esta madre de tres hijos, paga 60 dólares mensuales de alquiler, un golpe para quien vive en miseria.
Dajabón tiene un alto flujo migratorio. Millares cruzan los portones limítrofes cuando los lunes y los viernes se libera el paso por el mercado binacional, donde hay que abrirse camino a empujones entre un enjambre de puestos amontonados en los que se vende, entre muchos productos, ropa y zapatos, electrodomésticos usados, alimentos y juguetes.
«Tuve que aceptar»
Leocadio Guzmán, dominicano, tuvo más suerte que Lidna Dorfinis, aunque recibió menos dinero, alrededor de 4.200 dólares.
Oyó «el rumor» de que el gobierno debía demoler casas en las proximidades del río Masacre -la frontera natural- y fue haciendo con antelación una nueva vivienda en una parcela próxima.
Así, se consuela, «tenía por lo menos donde recostar la cabeza».
El alcalde de Dajabón, Santiago Riverón, sostiene que el Estado negoció los pagos: «No ha sido traumático».
Guzmán difiere y dice que fue una negociación desigual, en la que los afectados tenían todas las de perder.
«Yo no estaba muy conforme, pero tuve que aceptar», sostiene entre gallinas y pollos en su nueva casa.
Cerca de allí, en las paredes rosadas de la vivienda de Quisqueya Estevez, está la marca «MF-032» en spray rojo.
La casa sigue en pie… parcialmente. La sección en la que estaba el baño cedió por un deslizamiento de tierra por las obras, según esta mujer de 36 años, que niega haber sido indemnizada.
«Hacemos caca en una cubeta. Yo me siento muy mal, no dan la cara», protesta.
«Comenzar de nuevo»
La casa y la bodega aledaña de Dominga Castillo, de 41 años, y su madre, Nemencia, de 78, ya fueron condenadas a muerte con un «MF», al igual que todas las viviendas al costado de una calle en un sector de clase obrera en Pepillo Salcedo, en Monte Cristi.
Son buenas casas, lejos de la precariedad de las de La Mara, y si bien las indemnizaciones ofrecidas pueden ser hasta siete veces más altas, la mayoría de los vecinos se resiste a abandonarlas.
«Si van a sacarnos que sea por algo que valga la pena. Si no, que nos dejen tranquilos», comenta a la AFP Dominga Castillo, quien vive allí con su mamá y sus hijos adolescentes de 17 y 14.
Y no es solo dinero.
«Yo llegué aquí siendo bebé, gateando», dice. «Comenzar de nuevo es muy difícil».